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El mismo día que una mujer californiana tuvo octillizos -y convertía a una familia de seis hijos en otra de catorce- recibí el increíble libro que acaba de publicar mi oftalmólogo, Omar López Mato. La obra se llama Monstruos como nosotros y se ocupa de varios de los más extraordinarios casos de malformaciones congénitas; es decir, su catálogo de rarezas humanas está habitado por criaturas cuyas anomalías suelen desarrollarse en la etapa embrionaria: hombres de tres piernas, mujeres barbudas o con cornamentas, gordos colosales y hermanos literalmente inseparables.
El bestiario de López Mato -médico e historiador- no incluye tribus que mutaron orejas con aros de medio kilo ni neofakires con sus espaldas desflecadas de tanto colgarse de un gancho: no le interesa la monstruosidad voluntaria sino la que vino impuesta por los azares de la genética. “Bromas de la naturaleza”, como las llamaba Aristóteles.
Nacer lejos de los estándares de belleza y normalidad les garantiza a estas personas la curiosidad de los que no tienen rabo, cuernos ni manos de langosta. Sus vidas oscuras y desdichadas tuvieron casi siempre un destino circense. Poco comprendidas por la ciencia, la religión solía explicar estas deformaciones como castigos de Dios.
Desde que me enfrasqué en la lectura del libro de López Mato una idea ronda mi cabeza como una mosca bicéfala. ¿Cómo definir, en el siglo XXI, la calidad de lo monstruoso? ¿Qué atributos determinan el nivel de monstruosidad?
Las familias súbitamente supernumerarias nunca serán parte de los tratados de teratología. Posiblemente porque cuesta considerar monstruosa la multiplicación masiva de los hijos. Traer niños al mundo -se sabe- es una bendición.
Lo que todavía nadie sabe es si la flamante madre de los ocho norteamericanitos (según la abuela, “pequeños y hermosos”) se automedicó o fue cobayo de un médico insensato. Si fue así, pronto oiremos la letanía de reproches de la Santa Madre Iglesia, siempre lista para demonizar los resbalones de la tecnología.
Ocho hijos nacidos de un solo envión en un suburbio de Los Ángeles es noticia, sin duda. No tiene nada de monstruoso. Tampoco tiene nada de monstruoso ser madre de una familia numerosa en Villa 31. Ok, los noticieros no llegan a cubrir las vidas de pesadilla en las infinitas villas del conurbano. Pero son regiones a las que sí llega la palabra de Dios, donde el uso de preservativos o de cualquier método anticonceptivo es severamente condenado; pese a que usar forro es el arma más eficaz para conjurar la endiablada superpoblación, las enfermedades de transmisión sexual, los embarazos indeseados y la muerte de miles de mujeres víctimas de abortos realizados en condiciones sanitarias deplorables.
“La mejor estrategia del Diablo es hacer creer que no existe”, recordó hace poco Gabriele Amorth, el exorcista del Vaticano, cuando le atribuyó a Satanás la crisis económica mundial. Yo no sé en quién piensa Amorth cuando imagina un diablo ocupado en cada pequeña tragedia que configura la bancarrota de un sistema.
Sí sabemos, en cambio, que existen el SIDA, las villas superpobladas de niños hambrientos y abortos peligrosos y evitables. También sabemos que existen los sacerdotes que forman parte de un coro ¿negligente? ¿irresponsable? ¿criminal? No sé cuál con cuál adjetivo quedarme. Tal vez porque correspondan los tres.
De todos modos, gracias al excelente libro de López Mato, que me desvió un rato de temas menores, siento que cada vez estoy más cerca de definir la calidad de lo monstruoso en el siglo XXI. De saber cuáles son los atributos que determinan el nivel de monstruosidad.

Enlaces
Monstruos como nosotros. Por Omar López Mato
Mala praxis o automedicación: las causas posibles del nacimiento de los octillizos. Por Martin De Ambrosio
La crisi economica mondiale? Colpa di Satana.

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